26 de junio de 2021
La visión de Dios.
El grupo apostólico no llegó desde la Tierra – es decir, desde cero metros de elevación – hasta las alturas vertiginosas del dominio del Espíritu Santo de un solo salto. Nosotros tampoco llegaremos así. Esencialmente, se movieron hacia ese reino paso a paso, avanzando algunas veces un poco y retrocediendo otras. Pero cuando llegó Pentecostés ellos ya eran un pueblo preparado.
Cuando uno ha llegado a entender las implicaciones radicales de ser un pueblo que está bajo la administración directa del Espíritu Santo, una de las cosas más destructivas que puede hacer es decir: “¡Eso me parece maravilloso! ¡Desde mañana viviré de esa manera!”. Tales entusiastas solo tienen el éxito de hacer que la vida sea desdichada para ellos mismos y para todos los que los rodean. Así que, en vez de salir con ímpetu a conquistar el mundo del Espíritu, la mayoría seriamos prudentes si nos contentáramos con dar pasos más modestos en el presente. Una de las mejores cosas en que podemos aprender consiste en estudiar los modelos de personas que han luchado corporativamente para oír la voz de arriba.
Uno de los ejemplos más deleitosos fue “el pequeño monje pobre de Asís”. Parece que San Francisco de Asís tenía una “gran agonía de dudas”, en cuanto a si debía dedicarse solo a la oración y a la meditación, lo cual era una práctica común en aquellos días, o también si debía empeñarse en misiones de predicación. Con sabiduría, Francisco buscó consejo. “Por cuanto la santa humildad que había en él no le permitía confiar en sí mismo, ni en sus propias oraciones, humildemente se volvió hacia otros a fin de conocer la voluntad de Dios en este asunto.”
Él envío mensajes a dos de los amigos en los cuales confiaba más: la hermana Clara y el hermano Silvestre. Les pidió que se reunieran con sus “más puros y espirituales compañeros” y buscaran la voluntad de Dios en este asunto. De inmediato, ellos se dedicaron a la oración. La respuesta de la hermana Clara y la del hermano Silvestre fueron iguales.
Cuando regresó el mensajero, San Francisco primero le lavó los pies y le preparó una comida. Luego se arrodilló ante el mensajero y le preguntó: “¿Qué me ordena que haga mi Señor Jesucristo?” El mensajero respondió lo que Cristo había revelado: “Él quiere que vayas predicando por el mundo, pues Dios no te llamó solo para ti mismo, sino también para la salvación de otros”. Al recibir el mensaje como indiscutible palabra de Cristo, San Francisco saltó diciendo: “Así que, vamos, en el nombre del Señor”. De inmediato se embarcó en una misión de predicación. Esa dirección que él obtuvo le dio al primitivo movimiento franciscano una rara combinación de mística contemplación y de fervor evangelístico.
En esa experiencia, Francisco hizo más que buscar el asesoramiento de consejeros sabios. Él estaba buscando un método que abriera las puertas del cielo para revelar la mente de Cristo y como tal lo tomó para bien de todos aquellos a quien ministró.
(Richard J. Foster, Celebración de la Disciplina. Pág. 185-186)