08 de junio de 2021.
Caminando en la luz.
Lectura bíblica: 1 Juan 1:5-9; Juan 8: 1-11
“Y este es el mensaje que hemos oído de Él y que os anunciamos: Dios es luz, y en Él no hay tiniebla alguna” (1 Juan 1:5)
Es increíble el poder maravilloso de la luz. Es la fuente de toda la vida en esta Tierra. La luz del Sol pone en marcha, a través de las plantas, las “fábricas” que transforman esa energía en alimento, y que, pasando de unos seres vivos a otros hace posible la diversidad de la naturaleza. ¡Qué increíble diseño! Realmente todos nos alimentamos de la luz solar de una manera u otra. Los seres humanos la han buscado siempre, la han reproducido. Hemos podido diseñar artefactos que dan luz, que la reflejan, y somos también capaces de poner en marcha reacciones que liberan energía en forma de luz, lo que nos ayuda a vencer las tinieblas nocturnas.
Y es que la luz penetra la oscuridad totalmente. Nunca podríamos decir lo contrario, o ¿acaso podemos ver en algún momento que la oscuridad anule o penetre en la luz? Imposible. Y, cuando abrimos al amanecer nuestras ventanas y esos rayos luminosos penetran en nuestro hogar, podemos percibir todo, vemos lo bonito, pero también los defectos, vemos lo acogedor, pero también la suciedad. Hasta el polvo suspendido en el aire se puede percibir en un simple rayo de luz que se abre paso a través de una rendija en la intimidad de nuestro dormitorio.
Es por eso que Jesús utiliza esa realidad para hacernos entender y comprender lo que Él es cuando nos dice “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). También lo utiliza Juan, sabiamente, cuando leemos en el texto de hoy, que Dios es luz, y que en Él no hay tinieblas. De ese modo, podemos entender que ante la luz de Dios podemos percibir y ver cada rincón de nuestro ser, cada defecto, cada suciedad. Su luz pone en evidencia nuestras adicciones, tensiones, luchas y egoísmos. Su luz nos confronta, pero nos da también la salida pues no podemos vivir con las ventanas cerradas, ignorantes, ajenos, de lo que hay en nuestro interior.
Juan nos habla de “caminar en la luz”, y para ello necesitamos tener comunión, vivir amándonos y dejar que la sangre de Jesús nos limpie de todo pecado (v7). Pero también nos habla de tres errores, tres engaños que impiden que esa luz penetre en nuestro “hogar”. En primer lugar, el autoengaño de pensar que tenemos comunión con Dios, mientras que estamos andando en tinieblas (v6), lo cual es ilógico ya que el pecado rompe nuestra relación con Dios y nos aleja de la Verdad. Sin embargo, muchas veces somos conscientes de nuestra realidad, sabemos de qué pie cojeamos, y aun así nos manifestamos como cristianos de primera. Se trata de una mentira que nos afecta en primer lugar a nosotros mismos pues podemos llegar a creérnoslo, y lo peor, contribuye al mal testimonio que muchas veces los creyentes damos a este mundo tan necesitado de integridad.
En segundo lugar, el autoengaño de pensar que no tenemos ninguna tendencia a pecar, que la naturaleza humana es buena, que nuestro corazón no va a caer nunca en las barbaridades y maldades de este mundo (v8). Pero, “no hay un solo justo, ni siquiera uno” (Romanos 9:10-11). Se trata de una mentira que nos puede hacer caer de la manera más inesperada en nuestra propia soberbia y falta de dependencia de Dios. Por último, el peligro terrible de la negación, la autojustificación de nuestro propio pecado (v9), lo que en sí mismo es ya pecado, pues es una indicación de que no vivimos su Palabra, de que la Verdad no nos confronta ni nos está transformando. Es un indicativo de que la oscuridad no nos está dejando ver la realidad de la suciedad en nuestro interior.
La enseñanza de Jesús denuncia estos autoengaños de manera radical. Podemos fijarnos en aquél día en el Templo, cuando un grupo de religiosos judíos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio que había caído en la trampa de los que querían desacreditar al Maestro (Juan 8:1-10). Con piedras en las manos, estaban dispuestos a apedrearla, tirada en el suelo, semidesnuda, esperando la lluvia de insultos, juicios, falta de compasión y el terror de la ceguera espiritual (Juan 9:40-41). No sabemos que escribió en el suelo, pero tras ese silencio que habla más que muchas palabras, habló de manera contundente: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en tirarle una piedra” (v7b). Se trató de un reto a examinar su propia conciencia, a reconocer su pecado, a dejar que la luz de sus palabras iluminara sus tinieblas, quedando así avergonzados por lo que encontraron en sus corazones. Una a una las piedras cayeron, uno a uno los acusadores se fueron.
Jesús no niega el pecado de la mujer, pero se acerca a ella sin interrogarla, dándole una clara salida, dándole salvación y librándola de la condena. En su corazón tenía que haber transformación tras ese encuentro liberador.
Y esa es la respuesta, es el camino en el que queremos reflexionar estos días. Admitamos nuestra condición, nuestra realidad y confesemos, pues como dice Juan en su carta, Él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad (v9). No nos engañemos más, abramos bien las ventanas de nuestra vida, pues ahí es donde quiere habitar el Señor, y dejemos caer las piedras de la falta de integridad, de la mentira, de la negación y de la autojustificación. Pero observa, el término que usa Juan para hablar de la confesión es un tiempo verbal continuo, que implica un acto dinámico y no puntual. Se trata de una confesión constante dejando cada falta y transgresión con Dios según vamos caminando, día a día, en Su Luz.
Confesemos y aireemos nuestra casa, que su Luz penetre hasta el rincón más oscuro de nuestro ser.
REFLEXIONEMOS:
¿En cuál de las áreas descritas necesitas tomar decisiones? ¿En confesar aquello que sabes estás haciendo y escondes? ¿en tu falta de reconocimiento de que puedes caer en cualquier momento? ¿en permitir que el Señor te muestre aquello que te niegas a reconocer?
¿Qué piedra llevas en tu mano? ¿en qué necesitas el perdón de Dios?
Paloma Ludeña Reyes