09 de junio de 2021.
Un lugar de seguridad.
Lectura bíblica: Juan 4. 1-42
“Pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna.” (Juan 4.14)
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Hoy nos proponemos leer uno de los textos seguramente más conocidos del Evangelio, el encuentro de Jesús con la mujer samaritana. En este relato Jesús nos enseña una gran variedad de temas: cómo realizar la obra personal, como evangelizar a una población, cual es la adoración que agrada a Dios, pero a la misma vez, podemos ver mucho sobre la confesión. Encontramos a una mujer, que tiene que ir a sacar agua de un pozo a horas no normales ya que seguramente tenía graves problemas de relación con sus vecinos, con su moral, con su religiosidad y su estima, pero muy especialmente ella vivía atrapada en el autoengaño y en la negación, dos de los grandes problemas que tenemos en muchas de nuestras vidas.
Jesús, con su extraordinario conocimiento del corazón del ser humano, confrontó a esta mujer con su propia realidad, con su pecado, pero no para condenar y juzgar, como muchos de nosotros podríamos esperar y a veces hacer, sino para, de manera magistral, ayudarle a ver su necesidad de quebrantarse delante de Dios. Jesús, no ocultó donde estaba el problema, ni la situación que estaba viviendo, sino que trató a esta mujer con sensibilidad y cuidado para que ella pudiera reconocer cual era su estado real, como estaba su vida. Con claridad, pero con amor, Jesús condujo a esta mujer a confesar su pecado, aquel que no le permitía vivir en paz, ni con Dios, ni con ella, ni con sus vecinos, para que pudiera ser transformada por el poder del perdón y restaurada a una nueva vida por medio de beber del agua de vida que es Jesús.
Muchas veces nuestras vidas están igual, nos encontramos viviendo verdaderas mentiras, autoengañándonos para no asumir nuestra situación real, lo que nos lleva a vivir esclavos del pecado, huyendo de la libertad y de la Verdad, que nos puede hacer libres. Pero nos empeñamos en engañarnos, en negar la realidad, pensando que así todo va a desaparecer, que nos vamos a librar de ello, que podemos irnos a otro lugar o correr más deprisa, pero siempre el pecado tiene las piernas más rápidas, más largas que nosotros y llega antes donde nosotros estamos tratando de huir.
Jesús, con misericordia, confrontó a esta mujer con su pecado, haciéndola ver que el autoengaño no la ayudaba, y que lo que la traía era soledad y vergüenza, pero que cuando ella pudo aceptar y confesar su pecado, ella recibió sanidad y liberación. El Espíritu Santo toca nuestras mentes y nuestro corazón para animarnos, para guiarnos a sacar aquello que no es de bendición a nuestra vida. Como Jesús, Él no nos va a obligar a ir donde no queramos, o hacer aquellos que no decidamos, pero si nos inspira y ayuda a dar pasos que traen vida, y vida en abundancia.
Por otra parte, Jesús con su manera de actuar, nos enseña la forma de crear un lugar seguro para la confesión. ¿Por qué los pecadores iban a Jesús a exponer su pecado? Porque Él les mostraba aceptación, sentían que Él iba a tratar su pecado de forma apropiada, no juzgándoles a ellos por ese pecado, sino por el valor que como hijos de Dios tenían. Si vemos en el Evangelio las palabras más duras de Jesús no las usó para los pecadores que confesaban su pecado, sino para aquellos que se subían al pedestal de la justicia propia. Jesús nunca actuó ignorando o como si no existiera el pecado, lo trató de manera abierta y honesta, pero tampoco su fin fue condenar al pecador. De igual manera tenemos que actuar nosotros, lo último que necesitan las personas que vienen a nosotros es sentirse juzgadas o rechazadas porque nos escandalizamos por lo que han hecho.
La pregunta sería ¿cómo podemos buscar la pureza en nuestra vida y al mismo tiempo evitar el juicio y la propia justicia? Bonhoeffer y Foster nos llaman a aprender a vivir bajo la cruz. Bonhoeffer expresa: “Cualquiera que viva bajo la cruz y que a través de la cruz de Cristo haya discernido la absoluta perversidad de todos los hombres y de su propio corazón, descubrirá que no hay ningún pecado que alguna vez le haya sido extraño. Cualquiera que se haya horrorizado una vez por lo espantoso de su propio pecado, que clavó Jesucristo en la cruz, ya no se horrorizará ni aun por los pecados más viles de su hermano” (citado en Alabanza a la disciplina, p. 168). Vivir bajo la cruz nos libra de la superioridad y de sentirnos ofendidos cuando escuchamos la confesión de un hermano o hermana. Foster apunta: “Por tanto, nada que alguien pueda decir nos perturbaría. Al vivir bajo la cruz podemos oír las peores cosas que hayan hecho las mejores personas, sin inmutarnos demasiado. Las personas saben que están seguras al acudir a nosotros. Saben que podemos recibir cualquier cosa que puedan manifestarnos. Saben que nunca condescenderemos con ellas, sino que más bien las entenderemos” (Alabanza a la disciplina, p. 169).