31 de mayo 2021.
Del Edén al Gólgota.
Lectura bíblica: Juan 3:16-21
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16)
Lamentablemente, en este complicado mundo, de una manera u otra, todos hemos sido dañados. Somos heridos de muchas formas: en nuestra estima, a través de humillaciones, traiciones, críticas, negligencias, convivencias insanas, deslealtades, y, en casos extremos por la ira, la violencia y la brutalidad. Nos encontramos a menudo con nuestro interior rasgado y roto, aun sangrando con heridas abiertas, sin cicatrizar, y con un corazón que lucha por una oportunidad para la justicia. Y es, ante este panorama de vida, que llega a nosotros esta disciplina espiritual del perdón y la reconciliación, en la que profundizaremos esta semana.
Todo comenzó en el Edén, la decisión de “comer de aquel árbol prohibido” desgarró el Universo, separándonos del Creador, echando a Dios de nuestra vida, tomando “nuestra parte de la herencia” y marchando de “casa” acarreando las tremendas consecuencias de nuestras decisiones. Apareció así el miedo, la culpa, la trasgresión, la traición, y las heridas comenzaron a sangrar. Generación tras generación comenzamos a caminar erráticamente con los ojos bien abiertos, pero para contemplar nuestra propia desnudez (Génesis 3.7), y en ello estamos todos, inevitablemente, por mucho que nos cubramos con las mejores y más santas hojas de higuera. (Romanos 3:11; Salmo 14:3).
El texto de hoy es muy conocido por todos, como decía Lutero, podría decirse que el versículo 17 es el Evangelio en miniatura, pues nos habla de un Creador que no dejó las cosas así, que toma siempre la iniciativa, nos busca, nos pregunta ¿dónde estás tú? (Génesis 3:9), y en su justicia y misericordia elabora un Plan perfecto de perdón, de restauración, por el que podemos volver, regresar, reconciliarnos con Él. (Génesis 3:15). Y es que en el corazón de Dios hay un deseo profundo de dar y de perdonar.
Es aquel padre pródigo en amor que, lleno de misericordia, derrama su perdón incondicional, y saliendo a la carrera, despojándose de su dignidad, abraza a aquel muchacho perdido, que “estaba muerto”, y le devuelve su dignidad (Lucas 15). Es también nuestro Padre, que, echándose sobre sí, voluntariamente, el menosprecio, las burlas, la ira, cargó aquella cruz que constituyó el sacrificio perfecto y rompió el velo para siempre (Hebreos 4.16). El símbolo, el emblema de la vergüenza, la imagen de la tortura, el tropiezo de los judíos y la locura de los gentiles pasó a ser así el símbolo de la salvación (1 Corintios 1:23).
Dios anhela nuestro perdón y reconciliación, a través de su tremendo amor incondicional, que se derrama para todo el mundo, para toda la humanidad, en todo lugar, y en todo tiempo. Es un amor “agape” que da, que se entrega a favor de las necesidades de los demás, que llega, ya no solo a enviar a su Hijo entre nosotros, sino a llevarlo a la cruz con un propósito claro: nuestro perdón y reconciliación. Es Él quién atrae, quién salva y quién nos capacita en cada momento para tomar la decisión libre y voluntaria de creerle y caminar hacia el nuevo Edén.
Todo empezó de nuevo en el Gólgota, el mayor gesto de amor que podamos concebir, la mayor muestra de perdón que ni siquiera podamos entender, y la mayor fuerza reconciliadora que podamos nunca vislumbrar: su Gracia, gratuita, pero nada barata, que nos lleva a la esperanza eterna de la resurrección.
¿Cómo no entender el perdón como parte ineludible de nuestro crecimiento espiritual? ¿Cómo sacar de nuestra realidad la necesidad de amar incluso al “enemigo”? (Mateo 5:44), ¿cómo no aprender que seguir a Jesús va más allá de ser un asunto emocional e implica un giro radical a todo aquello que nos separa del Creador? ¿Cómo no escuchar y asumir la oración modelo que nos enseñó el Maestro: “perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”? (Mateo 6:12). Perdonar forma parte ineludible de nuestro crecimiento espiritual, ya que es inherente al carácter de Dios manifestado a través de Cristo. Dar de gracia lo que de Gracia recibimos (Mateo 10:8).
REFLEXIONEMOS:
Adentrémonos esta semana en comprender la necesidad del perdón, autoevaluarnos, y tomar decisiones que permitan que nos lleven a una nueva transformación interior liberadora a través del Espíritu.
“El perdón representa el acto más sublime de la fe; es la invitación a imaginar un futuro que no está atado por el pasado ni condenado a repetirse. Es negarse a la posibilidad de que un pedazo de la historia se quede sin redimir y es un proceso de sanidad en el cual nosotros y Dios quitamos la herida y el dolor de nuestro ser, para ofrecer al otro la posibilidad de una relación nueva. El perdón conlleva muchos asuntos, pero sobre todo es central a nuestra fe cristiana, expresada en la cruz de Jesucristo” David Fraser
Paloma Ludeña Reyes