10 de Marzo 2021.
Dejarnos ver para ver.
Lectura bíblica: Lucas 2:21-40
“..Nunca salía del templo, sino que de día y de noche adoraba a Dios con ayunos y oraciones”
(Lucas 2:37b)
Eran tiempos difíciles para Israel, la dominación romana y la espera interminable de la liberación, junto con la corrupción y la falta de visión de los dirigentes espirituales, había dejado en silencio al pueblo de Dios. Sin embargo, había una parte fiel, un remanente que esperaba al Mesías prometido. Eran mujeres y hombres que vivían y servían anhelantes por ver cumplir la Palabra de Dios, mujeres y hombres que no se desanimaron, que entregaron sus vidas en una comunión constante, capaces de escuchar la voz del Espíritu Santo de manera clara. Y, entre ellos encontramos a dos profetas, Ana y Simeón, personas maduras espiritualmente que habían sabido estar en el lugar y momento adecuado para escuchar la voz de Dios, y vivir la mayor bendición que podrían recibir, y que habría sido el deseo de los mayores profetas y reyes del pueblo de Israel: el ver al Mesías cara a cara.
Ese es también el mayor deseo del creyente. Estoy segura de que cuando hemos escuchado la famosa canción de Marcos Vidal, “Cara a Cara” a todos se nos ha puesto el “pelo de gallina” imaginando cómo sería ese momento. Todos hemos albergado la esperanza de poder ver a Jesús, y nos hemos imaginado rendidos a sus pies, llenos de gozo, o caminando a su lado, o hablando con Él en la intimidad. Y muchas veces nos quedamos ahí, imaginando, elucubrando sobre instantes eternos, sin reconocer que la eternidad está en Él aquí y ahora, en tu corazón, si así lo has decidido, y, que la clave es dejarnos ver por Él para poderle ver.
Ana y Simeón, eran siervos de Dios, tenían sus vidas llenas de esperanza rendidas a Él, pues vieron mucho más que un bebé en los brazos de José y María, fueron capaces de ver la Salvación, no sólo del pueblo de Israel, sino de toda la humanidad (v.32). Ellos pudieron ver cara a cara al Mesías, porque antes se habían dejado ver por Él.
Las disciplinas espirituales no son sólo herramientas, no son únicamente recursos para nuestro crecimiento espiritual, son un modo diferente de vivir, una manera de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, un dejarse ver constante, sin escondites, rindiendo todo nuestro ser, para que cuando el Espíritu Santo nos hable, con un susurro, o con un trueno, podamos escucharle, en esa comunión única en la que nos preparamos cada día.
Simeón vio cumplido el mayor anhelo de su vida, ahora podía partir en paz, Ana vio también la promesa esperada, tras toda una vida de servicio en la adoración del Templo. Ambos ahora, juntos, en el atrio de las mujeres, mostraron su gozo y alegría, seguramente admirados por todos los presentes, y en especial por José y María, quienes no sabemos si realmente estaban entendiendo lo que les sobrevendría (v34,35).
Fijémonos ahora en Ana, seguramente casada a los 14 años, viuda sobre los 21, lo que era sinónimo en esos tiempos de pobreza y desamparo. Una mujer capaz de cultivar una vida de total entrega al Señor, dedicándose a la intercesión sincera y sistemática por la restauración integral del pueblo de Dios. Es una vida fiel, siempre cercana al Templo, lugar que representaba en ese momento la presencia de Dios, y contrastando incluso con la vida de los escribas, fariseos, y de los mismos sacerdotes, cuyos intereses y motivaciones eran muy diferentes. Ana pudo ver al Mesías, muchos de los otros “habitantes del Templo” nunca lo reconocieron.
Ana oraba, y no de manera esporádica, sino de forma continua (v.37). Y también ayunaba, como parte de su servicio en la adoración. Esta profetisa incorporó la disciplina del ayuno a su vida como parte de un clamor que espera, que reconoce las promesas de Dios, que confía en Su fidelidad, y que no se desanima, ni se impacienta, ni decae, a pesar de discurrir los años durante más de 8 décadas. Sus oraciones, y su ayuno fueron parte de su diario vivir, esperando ese momento precioso al que respondió de manera única, poniendo manos a la obra, acercándose a dar las Buenas Noticias en Jerusalén a todos los que esperaban la Salvación y verdadera liberación del pueblo de Israel. Pudo así proclamar públicamente que el tiempo había llegado, que había visto con sus ojos la acción salvadora de Dios.
Ana vivía rendida al Señor, orando y ayunando, dejándose ver por Él, en cada rincón de su ser, lo que le permitió verle a Él.
REFLEXIONEMOS: Vemos en este texto el ayuno como parte de la adoración a Dios, como parte del clamor por el pueblo de Dios, como parte de la espera para ver Su obrar. ¿Tú adoración a Dios está determinada por la urgencia de tus peticiones? ¿Sabes esperar en fe el obrar de Dios en tu vida y en tu comunidad cristiana?
En este tiempo dedicado a las disciplinas espirituales, ¿crees que el ayuno nos ayuda a vivir esa espera en adoración y esperanza por lo que Él va a hacer?
Paloma Ludeña Reyes