03 de Febrero 2021
CULTIVEMOS LA TIERRA.
Lectura bíblica: Mateo 13
“Todo esto habló Jesús en parábolas a las multitudes y sin parábolas no les hablaba, de manera que se cumplió lo dicho por medio del profeta: Abriré mi boca con parábolas; publicaré cosas que han estado ocultas desde la fundación el mundo” Mateo 13: 34-35.
En este tiempo estamos reflexionando mucho sobre el texto de Jeremías 33:3, buscando como clamar a Dios, individualmente y como comunidad, con el fin de que nos muestre cosas grandes y ocultas que no conocemos. Y en ese clamor, está también nuestra actitud de corazón para acercarnos, y escuchar muy atentamente, la enseñanza de Jesús, pues como nos dice el texto de hoy, Él nos revela cosas ocultas desde la formación del mundo por medio de sus parábolas (Mateo 13:34).
Hoy Jesús nos habla a través de siete historias en la que nos describe el Reino de los cielos. Son parábolas que se caracterizan por ser relatos cortos, fáciles de recordar, que se relacionan con la vida común de los oyentes (gente de mar o de campo), y que parten de una realidad conocida, pero que va más allá, penetrando en lo desconocido. Cómo bien se dice son “relatos de lo terrenal que ilustran una verdad celestial”. Cada parábola es un texto increíble que necesitamos leer, releer, profundizar en él, y abrir para ello nuestra mente. Son un auténtico alimento para nuestro crecimiento espiritual. Sin embargo, su comprensión no depende solo de oír, o de mirar, ni siquiera de dar con la interpretación correcta, sino de nuestra disposición a entender de manera integral el mensaje que irremediablemente se dirige al centro de nuestra existencia y nos transforma.
Los misterios del Reino de los que Jesús nos habla a través del capítulo 13 de Mateo son puestos por la Gracia de Dios al alcance de todos (1 Timoteo 2:4; 2 Pedro 3:9), pero sólo podremos descubrirlos cuando seamos capaces de admitir la Verdad que transmiten, cuando nuestro corazón esté en disposición de asimilarla, y de incorporarla a nuestra vida. Como discípulos de Cristo, tengamos pues lo ojos y los oídos abiertos y sensibles al Mensaje, ya que, en este recorrido sobre el crecimiento espiritual que hemos iniciado juntos, no es la capacidad intelectual, sino la fe la que nos abrirá la puerta al verdadero conocimiento de Dios.
En ello reside el secreto. En las características del terreno donde se deposita la semilla, y en la consecuencia directa que se aprecia en el fruto que es capaz de dar. Es decir, en la disposición de nuestro corazón a recibir la Palabra y a dejar que ella pueda romper, crecer y salir a la luz de nuestra existencia transformando todo nuestro ser para ser de bendición.
Y es que, no se trata de recibir la semilla en el terreno baldío de los caminos de nuestra existencia, cuando solo escuchamos superficialmente el mensaje, sin querer profundizar en él, ni querer entender más allá, sin el anhelo de que germine y crezca en el corazón. Tampoco se trata de echar raíces superficiales, que con ímpetu emocional van a comenzar a crecer, pero que se queman y se secan muy fácilmente. Es decir, cuando las dificultades, o el temor a mostrar en la vida un cristianismo verdadero, acaban convirtiéndonos en seguidores de un evangelio vacío, de una gracia barata, de un discipulado sin coste. Y, tampoco somos buena tierra cuando recibimos la semilla, pero esta queda ahogada por las preocupaciones y las prioridades que nos marcamos, echando a perder el mensaje del que somos portadores, haciéndonos estériles, incapaces de dar fruto en el devenir de los días. Acabamos así siendo como luces bajo la mesa, o como sal que ha perdido su capacidad de salar.
Jesús también nos hace ver que el crecimiento espiritual requiere tiempo para que podamos aceptar la Palabra en nuestros corazones, para madurar y dar fruto. Y esto ocurre de manera diferente en cada uno, pues el Señor trabaja personalmente con nosotros. Verdaderamente en los campos hay trigo, pero también cizaña, y en las redes que sacaban los pescadores de la época, peces de todo tipo, buenos para consumir, y otros desechables. Sin embargo, solamente el Sembrador, al final de la cosecha, hará la siega sin daño alguno, sólo Él hará la distinción. No, no nos corresponde a nosotros precipitarnos con juicios personales, solo al final se podrá distinguir al verdadero discípulo.
Y así, el Reino se extiende, se expande exponencialmente. Lo hace de manera visible, como la transformación de una pequeña semilla de mostaza a un gran arbusto capaz de ser de bendición para las aves. Pero también de manera silenciosa e invisible, como la levadura, que, en muy pequeña cantidad, es capaz de leudar gran cantidad de harina. El Reino así se extiende, desde nuestra Jerusalén hasta lo último de la tierra, desde un pequeño grupo de discípulos, hasta los millones hoy en día que adoran a Dios en todos los rincones del mundo.
Jesús nos da un mensaje único, con poder, el mensaje del Reino, al que necesitamos dar el valor real que tiene, y que muchas veces despreciamos. Se trata de ese tesoro escondido que hemos podido encontrar por sorpresa, o de esa perla valiosa que hemos buscado por mucho tiempo, pero que, en cualquier caso, ahora tenemos en nuestras manos, se trata de esa Verdad eterna que se ha derramado en nosotros, simples vasos de barro que pueden ahora contener tan preciado bien supremo (2 Corintios 4:7).
¡Cuánta enseñanza hay en estas parábolas! ¡Qué tremenda la pedagogía de nuestro Maestro! Jesús concluye su enseñanza diciéndonos, también a modo de parábola, que como “escribas entendidos”, seamos capaces de hacer entender este mensaje, el Evangelio, en todo tiempo y lugar, en cada contexto, a cada oyente, sacando cosas nuevas para cada situación, pero sin perder la Verdad única que contienen (v52).
REFLEXIONEMOS:
¿Cómo recibimos el mensaje del Evangelio? ¿Estás cultivando el terreno de tu corazón? ¿Cómo está hoy el terreno de nuestro corazón? ¿únicamente leeremos el capítulo, el mensaje de Jesús, o este transformará nuestra vida?
¿Estamos realmente dando fruto, buen fruto?
¿Somos realmente conscientes del valor que tiene el mensaje del Reino? ¿De cuánto somos capaces de desprendernos por poseerlo? ¿Qué valor le damos al Evangelio?
Paloma Ludeña Reyes