01 de junio 2021.
Échate sobre su cuello y llora.
Lectura bíblica: Génesis 33: 1-4; Génesis 45:1-15; Lucas 15: 17-24)
“Entonces Esaú corrió a su encuentro y lo abrazó, y echándose sobre su cuello lo besó y lloraron” (Génesis 33:4)
Queremos hoy reflexionar, aprender, interiorizar, la enseñanza de tres historias sobre el perdón. Tres relatos que nos han de conmover y llevarnos a la toma de decisiones, a la oración, al clamor. Tres abrazos reconciliadores, no fáciles, pero totalmente liberadores.
Tenemos en primer lugar dos hermanos que hacía unos veinte años que no se habían visto, Jacob y Esaú. Veinte años en los que el daño, las heridas podrían haberse desarrollado, el rencor y la ira podrían haber anidado en el corazón y enraizado tan profundamente que no habría lugar para otra cosa que no fuera el rechazo y el odio. Esaú se había quedado sin la bendición que le correspondía de su propio padre Isaac, lo peor que le podría haber pasado, una herida profunda que le hizo clamar y llorar, y que le llenó de rencor (Génesis 27: 38, 41). Jacob, regresaba a Canaán y temía el reencuentro, ¿cómo se encontraría Esaú?, realmente no las tenía todas consigo, sabía que le había manipulado, engañado, usurpado, haciendo honor al que era su nombre. Jacob oró, incluso diseñó un plan, pero era el plan de Dios el que iba a ponerse de manifiesto. Tras una experiencia transformadora que surgió también del clamor por una bendición (Génesis 32:22-32), se produjo el encuentro. Había llegado el momento de la verdad, Esaú se aproximaba atemorizante, con el respaldo grande de 400 hombres, y Jacob se humilló ante su hermano. Sin embargo, la amenaza se disipó ante la intensidad de un sencillo abrazo. Esaú corrió hacía Jacob, se echó sobre su cuello, le besó y juntos lloraron (Génesis 33.4). Este gesto, este acto de perdón liberó a Esaú de la opresión que el rencor había producido en él durante tanto tiempo, tal y como su padre Isaac le dijo en la bendición que tuvo para él: “Pero sucederá que cuando adquieras dominio, romperás su yugo de sobre tu cuello” (Génesis 27:40), lo que la NVI traduce como “te librarás de su opresión”. Y es que perdonar es liberador.
Nuestro segundo abrazo también se da entre hermanos. Tenemos a un José exitoso, que había llegado al lugar donde nadie hubiera imaginado nunca para un hebrero: gobernador de Egipto. Llegó ahí tras un periodo largo, lleno de dificultades y de dolor, pero sobre todo de la mano de Dios del que nunca se separó. Sin embargo, el reconocer a sus hermanos, quienes le traicionaron, y que ahora fueron a pedir auxilio ante la ola tremenda de hambre que vivía el pueblo, despertó en su interior todo el dolor que había estado oculto durante tantos años. José luchó, peleó consigo mismo por resolver esta situación nada fácil. Ante sí tenía a aquellos que lo echaron al pozo, le vendieron como esclavo, y le condenaron a una vida de servidumbre y prisión durante mucho tiempo. Pero nada de ello fue en vano. José supo priorizar su amor y devoción a Dios, y el golpe duro que recibió le llevó a ser transformado y a querer agradar a Dios en todo lo que hacía, en cualquier situación, en las mejores y en las peores, siendo siempre en ellas prosperado (Génesis 39:2,21). Ese cambio en José se hizo evidente en este encuentro. Ante sus hermanos se quebró totalmente, lloró tan fuerte que todos en la casa de Faraón le escucharon, y en vez de vengarse, lo que hubiera hecho fácilmente en su posición, se echó al cuello del “pequeño” Benjamín, que acababa de conocer, y lloraron juntos. También se abrazó a cada uno de sus hermanos, aquellos que le hirieron hasta querer matarle, aquellos que le traicionaron y destrozaron su vida, y con ellos también lloró, y también les besó (Génesis 45:14-15). José perdonó sabiendo que esa era la voluntad de Dios, sabiendo que era su plan perfecto por el que su pueblo garantizaba su descendencia, sabiendo que ese perdón era parte de algo mucho mayor que sus propias emociones, luchas y amarguras. José reconoció que formaba parte del plan divino y obedeció (Génesis 45:7). Y es que el perdón forma siempre parte del Plan de Dios y trae salvación.
De nuestro tercer abrazo hablamos ayer. Es el del Señor sobre cada uno de nosotros, el de un Dios que nos ama tanto que corre a nuestro encuentro desde el momento que retomamos la dirección correcta y decidimos libremente volver a Él, es el abrazo de un Padre que se echa también sobre nuestro cuello, y nos besa, restaurando nuestra vida y liberándonos de la muerte (Lucas 15: 20). Es el ejemplo sublime del perdón y de la reconciliación en la libertad de aquellos que deciden regresar al hogar.
Son abrazos que sellan vidas, que liberan de la opresión, que forman parte del plan de Dios y que nos salvan. Son abrazos que quitan los pesados yugos del cuello, y derraman lágrimas restauradoras. Son abrazos que nos enseñan a amar incondicionalmente y que sanan tanto a los que perdonan como a los que son perdonados.
No siempre el perdón implica reconciliación de ambas partes, no siempre hay restauración de las relaciones, pero lo que, si es cierto, es que en él encontramos la libertad de apartar de nuestro corazón la raíz amarga de las heridas sin cerrar, y aunque queden cicatrices, el perdón nos permite entrar a la fiesta que el Padre hace en nuestro honor, pues estábamos muertos y ahora hemos vuelto a la vida, perdidos y ahora hallados (Lucas 15:24). No te quedes en la puerta enojado en tus propios razonamientos, obedece y perdona, el Padre te lo ruega (Lucas 15:28).
REFLEXIONEMOS:
¿A quién necesitas echarte a su cuello y llorar? ¿A quién aún no has perdonado? ¿Qué amargura oculta en tu corazón el rencor y la venganza que trae consigo la falta de perdón? A pesar de lo grande que sea la herida ¿no anhelas verla ya cicatrizada?
Paloma Ludeña Reyes