VENCIENDO GIGANTES.

17 de mayo 2021.

Dejarse conducir por el Espíritu.

Lectura bíblica: Romanos 8: 1-17

“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha libertado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2)

Existe una clara contradicción en nuestras vidas como creyentes, y se trata de algo que no solo nos hace daño personalmente, sino que oculta, empaña y esconde la luz de Aquel que vive en nosotros. Se trata de la eterna tensión entre el Espíritu y nuestra naturaleza carnal de la cual no podemos escapar con nuestras propias fuerzas. En las mismas palabras de Pablo “yo sé que, en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien hace sino el pecado que habita en mi” (Romanos 7:18-20). Y no podemos pensar que esa tensión es propia de personas inmaduras en la fe, pues somos testigos de muchas y dolorosas caídas de personas comprometidas, cristianos firmes, que han sucumbido ante los ojos de aquellos a los que intentaban conducir al Reino de Dios. No, no pensemos nunca que estamos libres de esta lucha y estemos alertas, pues tenemos un león rugiente merodeando a nuestro alrededor (1 Pedro 5:8).

Necesitamos asumir una realidad, nuestra naturaleza hace inviable que se pueda cumplir la Ley, ya que esta se ve condicionada por nuestra propia debilidad. No podemos ser justos por nosotros mismos, es una lucha imposible que acaba en muerte (Romanos 3.10; 6:23). Solamente podremos ser libres por su Gracia, la que otorgó a través de Cristo Jesús y nos liberó del pecado y de la muerte (v1). Realmente, no hay condenación si estamos en Él (v9).

Es entonces cuando surgen las preguntas, cuando nos abruma la realidad: si Cristo está vivo en mí ¿por qué sigo viviendo en la tensión entre mi naturaleza y su Espíritu? ¿por qué la vida cristiana es un progreso, un camino continuo si se supone que el Espíritu de Dios está en nosotros? Recordemos que el Espíritu habita en nosotros, mora, de manera permanente, no está de paso, ni entra o sale. No se trata de un huésped (v9). Está porque he entregado mi vida a Cristo, o no está. No hay intermedios.

Sin embargo, necesitamos cambiar la pregunta para obtener una respuesta verdadera: ¿cuánto dejamos obrar al Espíritu en nuestra vida? ¿cuánto de su enseñanza recibimos y la evidenciamos en nuestro día a día?

Cuando entregamos nuestra vida a Cristo recibimos salvación (Juan 3.16), de una vez y para siempre hemos muerto al pecado por su Gracia. Entonces, entramos en un proceso de transformación en el que necesitamos que los viejos hábitos vayan desapareciendo. Nuestra vida comienza a cambiar, y cada aspecto de ella se va convirtiendo al Señor, asumiendo los valores del Reino de una manera tangible y real en nosotros, un modo de vivir, único y libertador que marca una clara diferencia, pero que requiere de nuestra intencionalidad en querer crecer y avanzar en ese camino (v49. Pero esto es solo posible de una manera: por el obrar del Espíritu en nosotros (v11). Es por eso nuestra obligación, dejar que eso ocurra, permitir que esa transformación se dé (v12). No podemos dejar al Espíritu que habita ahora en nosotros, encerrado en una habitación, y seguir dejándonos llevar por los patrones de vida que nos movían con anterioridad, ni tampoco podemos luchar por nosotros mismos bajo miles de reglas para hacer posible un cambio que nunca lograremos con nuestras fuerzas.

Es el Espíritu el que nos guiará para llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos. No es por nuestro esfuerzo, no se trata de aplicar leyes morales a nuestra vida, sino que se trata de fe. La ley del pecado mora en nosotros, suya sería la victoria, pero por el gran amor de Dios, por su Gracia, por su intención de atraernos a Él, de salvarnos, de convencernos y enseñarnos, nos da la vida y la liberación del pecado y de la muerte a través de su Espíritu (v2). Por lo tanto, profundicemos en el Espíritu, abrámosle las puertas de todos los rincones de nuestro ser, sumerjámonos en Él, dejémosle actuar. Entonces es cuando recibimos la auténtica enseñanza de cómo vivir en justicia y Él se encarga de dar muerte a todos esos hábitos que aún nos retienen y esclavizan.

Esta semana, en nuestro estudio, vamos a ponernos delante de esos hábitos que son propios de una naturaleza caída. Hablaremos del orgullo, de la avaricia, de la lujuria, entre otros, y no como aspectos que están fuera de nuestra vida “santa”, sino reconociendo como en mayor o menor medida pueden estar formando parte de nuestros pensamientos y actos. Reconocerlo es clave para clamar a Dios con fuerza: ¡Abba, Padre!, y dejar que el Espíritu de Dios, el que nos adopta como hijos de Dios, el que nos hace coherederos con Cristo, nos libere y dé la vida y libertad que Dios anhela para cada uno de nosotros (v15).

REFLEXIONEMOS: ¿Qué pasos crees que debes dar para liberarte de la tensión que hay entre lo que quieres hacer y lo que haces realmente? ¿De donde recibirás las fuerzas para mejorar y eliminar tus malos hábitos? ¿de ti mismo? ¿o de Aquel que mora en ti? Deja que sea Él quien te transforme. Solo tienes que profundizar en el Espíritu que te ha dado la vida.

Paloma Ludeña Reyes