CAMINO DE LA MADUREZ.

23 de Febrero 2021

Abba.

Lectura bíblica: Mateo 6:5-14; Mateo 7:7-11;

Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos: santificado sea tu nombre”

(Mateo 6:9)

Hay una oración que nos desgarra el alma, que nos debe hacer pensar y reflexionar mucho a todo cristiano, y de la que tenemos que aprender cada día de nuestra vida. Jesús estaba en Getsemaní, sólo, con sus seguidores cerca, pero dormidos, incapaces de velar con él en esos momentos de angustia. Clamaba con una profunda tristeza a su papá, ¡Abba! Sabía que podía librarle del sufrimiento de la cruz, pero en ningún momento dudó de la bondad y misericordia del Padre, ni de la perfección de su voluntad, rindiéndose y entregándose completamente a Él (Marcos 14:35-36).

Desde nuestra humanidad, podríamos llegar a pensar ¿cómo es posible que el Padre no accediera a la plegaria de su Hijo? Sobre todo, después de que Jesús mismo habló en el Sermón del Monte acerca de la eficacia de la oración, asegurando que, si nosotros como padres sabemos dar buenas cosas a nuestros hijos, ¿cuánto más nuestro Padre que está en los cielos da buenas cosas a los que le piden? (Mateo 7:11). Es todo un reto para nosotros entender que el amor personal, tierno, y el cuidado de Dios para con nosotros, puede implicar también el dolor y el sufrimiento a través de sus respuestas negativas a nuestras peticiones.

Y es que Dios es Dios, y no podemos olvidarlo, sus pensamientos no son los nuestros, y nuestro entendimiento y limitaciones nos impide comprender la plenitud a la que nos está llamando. A pesar de ello, se acerca a nosotros como nuestro Abba, nuestro papaíto, con un amor incondicional, único, saliendo a nuestro encuentro buscando que nos fundamos con Él en un fuerte abrazo, con el fin de poder escuchar su latido, cayendo a sus pies, liberados de toda esclavitud. Es el padre que ve llegar a su hijo pródigo en la lejanía, y sin importarle la vergüenza ni el oprobio de salir corriendo, le abraza, le besa, y sin pedir explicaciones, le restituye la dignidad de ser llamado hijo suyo.

Dios es Padre, y también es santo. Por eso, como hijos, viviendo en un mundo en el que se le desprecia, ¿podemos quedarnos neutrales? Imposible. Necesitamos orar y pedir a Dios que su nombre sea santificado, necesitamos clamar para que se revele y este mundo reconozca que está totalmente necesitado de volver a casa, al Padre. Y, aunque eso no es cosa nuestra, ya que Él es quien toma la iniciativa, y se revela a sí mismo, de nosotros depende dejar de escondernos y buscar su rostro cada día (Salmo 27:8).

Santificar el nombre de Dios es confesar que Él es nuestro Padre, y nosotros sus hijos, es orar para que se revele Su verdadero carácter y sea conocido en este mundo, es clamar para que toda idea equivocada de Él sea quitada, y más y más personas puedan tener un encuentro personal con Él en Cristo. Santificar el nombre de Dios es romper la barrera entre lo sagrado y lo secular y hacerle que Él sea el centro de todo en la vida, en todos los aspectos, de manera integral. Es eliminar la brecha entre lo que creemos y lo que en verdad vivimos, es que el mundo pueda reconocer a Dios a través de cómo se revela a través de la vida de sus hijos. Cada discípulo de Cristo necesita santificar el nombre de Dios en su propia vida (1 Pedro 1:15).

Por eso, en muchas ocasiones viviremos nuestro Getsemaní, y como respuesta a nuestras oraciones, la cruz, pues de ella depende nuestra dependencia total al Padre, y aunque pasemos dificultad y padecimientos, no podemos olvidar que “la creación aguarda con ardiente anhelo la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8:19). Vivamos pues santificando Su nombre en nuestros hogares, trabajos, universidades y escuelas, en la calle, mercados, lugares de ocio…, con perseverancia, con el poder del Espíritu que intercede por nosotros, y aunque no entendamos y sean inexplicables algunas respuestas de Dios, vivamos en la confianza de que todo es para bien de aquellos que le aman.

Hagamos nuestra la oración del Padrenuestro, profundicemos en ella y gocémonos de poder clamar a Dios como Padre, santificando Su Nombre allá donde estemos. Leamos despacio cada frase, y fijémonos cómo están ausentes las palabras “yo”, “mi”, o “mío”. Es una oración comunitaria, en primera persona del plural, que habla de las cosas que verdaderamente importan a Dios: de su cercanía a nosotros, de su soberanía y poder, de la extensión del Reino, de la rendición a su Voluntad, de confiar en Su provisión, de volvernos a Él y regresar a casa, del poder del perdón, y de su mano que nos guía ante las decisiones que tomamos cada día. Porque se trata de Él, y orar es aprender a pensar como Dios piensa.

REFLEXIONEMOS: Nos es fácil clamar a Dios como Padre, pero: ¿respondemos como hijos suyos? ¿Cuántas veces nos hemos sentido decepcionados por no recibir de Él lo que esperábamos? ¿Qué áreas de tu vida no están santificando el nombre de Dios? ¿Qué puedes hacer al respecto?

Paloma Ludeña